Este artículo discute la relevancia de la teoría queer en la práctica del anarquismo sexual y por qué los anarquistas deben criticar la monogamia obligatoria como un tipo de relación.
La teoría queer se opone a la heteronormatividad y reconoce los límites de las políticas de identidad. El término queer implica resistencia a lo «normal», donde lo «normal» es lo que parece natural e intrínseco. La heteronormatividad es un término que describe una serie de normas basadas en la suposición de que todo el mundo es heterosexual, de género masculino/femenino y monógamo. A esto se le añade la supuesta e implícita permanencia y estabilidad de estas identidades. La teoría queer también critica la homonormatividad, en donde se espera que las relaciones no-heterosexuales se asemejen a las heteronormativas, por ejemplo siendo género-normativas, monógamas y enraizadas en la posesión de una pareja. De esta forma, la teoría y práctica queer se opone a la expectativa de que todo el mundo debería tener un tipo de relación monógama, cisgénero[1] y heterosexual.
En «Anarquismo, posestructuralismo y el futuro de las políticas radicales», Saul Newman distingue al anarquismo de otras luchas políticas radicales. Newman conceptualiza los movimientos anticapitalistas y anti-guerra emergentes que son «antiautoritarios y no institucionales [...] como [...] luchas anarquistas».[2] Describe esos movimientos como aquellos que «se oponen a la tendencia centralizadora de muchas luchas radicales que tuvieron lugar en el pasado, [...] estos no tienen como objetivo la incautación del poder estatal como tal, o el uso de los mecanismos e instituciones del Estado».[3] El anarquismo es entendido aquí como la resistencia a la institucionalización, jerarquía y la completa o parcial asimilación política dentro del Estado.
Newman también cita a pensadores anarquistas como «Bakunin y Kropotkin, quienes se negaron a ser engañados por los teóricos del contrato social, esos apologistas del Estado como Hobbes y Locke, quienes vieron la soberanía como algo fundado por el consenso racional y el deseo de escapar del Estado de naturaleza. Para Bakunin, esto era ficción, un “engaño indigno”. [...] En otras palabras, el contrato social es meramente una máscara para la ilegitimidad del Estado; de hecho, la soberanía se impuso violentamente a la gente, en vez de emerger a través de su consentimiento racional».[4] Él describe la resistencia contra el Estado mediante el reconocimiento de su ilegitimidad como una forma aparentemente elegida. De una forma similar, la teoría queer puede actuar para criticar los discursos biologicistas sobre el género y la sexualidad al decir que son «naturales», señalando las diversas formas en las que son conceptualizados e influenciados por los contextos históricos y sociales. La teoría queer afirma que la sexualidad, como categoría y forma de identificación, aunque pensada para ser «biológicamente natural», está en realidad construida socialmente.
Esto se demuestra viendo cómo llegaron a crearse, como categorías biológicas, «homosexual» y «sexo». A finales del siglo XIX, el término «homosexual» emergió como una manera de definir la identidad de aquelles que participaban en actos sexuales con personas del mismo sexo. La homosexualidad como término surgió como una forma de definir la heterosexualidad, lo cual apunta a su origen artificial y socialmente construido. Los discursos biológicos y médicos sobre la sexualidad y el género han cambiado a lo largo de la historia. En «El descubrimiento de los sexos», Thomas Laqueur advierte cómo el sexo fue creado por razones políticas, y no científicas ni médicas «en algún momento en el siglo XVIII».[5] «Los órganos que habían compartido un nombre (ovarios y testículos) fueron distinguidos lingüísticamente. Los órganos que no se habían distinguido por un nombre (la vagina, por ejemplo) recibieron uno».[6]
El orgasmo femenino y su papel en la concepción, si es que tenía alguno, fue también debatida como un asunto contemporáneo. La diferencia sexual se convierte en una forma de articular una jerarquía de género donde las mujeres son vistas como inferiores a los hombres. Este modelo de diferencia sexual es, según Laqueur, «tan producto de la cultura como fue, y es, el modelo de sexo único».[7] Esta transición se demuestra en momentos como cuando las observaciones de Graaf produjeron la afirmación de que «los testículos femeninos, más bien deberían ser llamados ovarios».[8] Los anatomistas del siglo XVIII también «realizaron ilustraciones detalladas de un esqueleto explícitamente femenino para documentar el hecho de que la diferencia sexual era más profunda».[9] En este modelo de sexo único, el cuerpo masculino es la norma contra la que se comparan otros cuerpos. Este modelo problemáticamente asume que la diferencia biológica crea una diferencia «normal» a nivel social. Sin embargo, Laqueur desestabiliza la idea del sexo como una categoría «natural» que señala las diferencias biológicas significativas, y en su lugar postula que la construcción del sexo está influenciada y formada por la jerarquía de género y los impulsos políticos.
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