Nos hemos cruzado con un articulo titulado "Carta de un homosexual", firmado éste por Alejando Fernández Barrajón, y no podemos evitar publicarla, ya que sintetiza claramente la realidad de muchos homosexuales dentro de la Iglesia.
En mi último post del blog "Teselas", hablaba de la historia de un niño, Saúl, hijo de unos buenos amigos, que había nacido sin un brazo y, justamente en esas fechas, un prelado cercano a Madrid hizo unas declaraciones muy desafortunadas en las que afirmó que "ser homosexual es como haber nacido sin un brazo". Esas declaraciones me exasperaron. Ahora que el papa Francisco ha dicho que la iglesia debe pedir perdón a los homosexuales y a tantos grupos marginales como no ha sabido acompañar y tratar con ternura y misericordia se hace necesaria una reflexión para que las cosas no sigan igual como si aquí no hubiera pasado nada. Yo, como persona, sacerdote y consagrado pido perdón a todos en la persona de Juan, que hoy me ha dirigido esta carta, después de leer mi último post en "Teselas" ¡Perdón, hermano Juan, perdón! Cualquier día en que sea posible te daré el abrazo de mi estima y de mi amistad:
Buen día le dé Dios, hermano Alejandro.
He leído su artículo del pasado 29 a propósito de los homosexuales.
Soy uno de ellos, 65 años, y, por suerte, tengo ambos brazos que necesito fuertes para abrazar al hombre que, por la gracia de Dios, amo.
En estos días apareció en Religión Digital un artículo titulado: "¿Homosexual y católico? Me gusta más al revés y no cómo pregunta, sino como experiencia de vida: Soy un católico que de paso es homosexual.
No pretendo que la Iglesia cambie la doctrina, pero sí que algunos en la jerarquía la hagan sentir realmente madre y no madrastra.
Leí hace un par de años un artículo de un religioso dirigido a padres de jóvenes homosexuales, y de lo poco que recuerdo es que dice que la homosexualidad puede llegar a ser una verdadera cruz para el creyente. No lo veo de esa manera, mi cruz (una de ellas) no es mi orientación sexual (y más desde que hace unos años concilié mi fe con mi orientación sexual), sino la exclusión, el desprecio, la intolerancia, y demás. Recuerdo la vez que un sacerdote (con quien yo trabajaba en evangelización en la parroquia), después de la Eucaristía, invitando a firmar una petición para que no se cambiara el código de familia y poder así pasar el proyecto de matrimonios entre personas del mismo sexo, al hablar de los homosexuales nos llamó desviados; nunca me lo habían dicho en la cara y menos desde el presbiterio. Me sentí humillado. Estuve a punto de hablar con él y decirle cómo me sentía, pero preferí quedarme un momento delante de Aquel que sabía exactamente, y mejor que yo, lo que estaba pasando en mi corazón. Salí reconfortado: abrazando la cruz, y mi actitud y mi aprecio por el sacerdote no cambiaron en absoluto.
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