En la anterior publicación, conté cómo aterrizamos en Londres y en Varsovia. La capital polaca se nos quedaba pequeña y pensamos que con el free tour ya habíamos cumplido. Cracovia la teníamos a golpe de tren y no dudamos en cogerlo.
Al llegar al nuevo hostal, nos maravilló el trato y las estancias que había allí. Se respiraba un ambiente relajado y distendido en un sitio que merece que lo nombre aquí. Se llamaba Ginger Hostel y no se parecía en nada a lo que nos habíamos encontrado la noche anterior. Uno de los aspectos que ayudaron a crear esas buenas vibraciones fue la chica que nos atendió. Prácticamente nos enamoramos de su cordialidad y hasta le pedimos que nos recomendara un local para poder cenar.
La elección, un acierto. Nos dijo que probáramos en Camelot. Como su propio nombre indica, el restaurante transportaba a los clientes a otro mundo o época. El calor, el tamaño y la luz tenue hacían de él un lugar más que acogedor. Encima la comida contenía grandes dosis de verdura, lo que agradecimos después de haber ingerido todo tipo de menús.
Por la mañana, tocaba el peor madrugón. Debíamos estar en un punto concreto, donde un autobús nos llevaría hasta los campos de concentración nazis. Habíamos reservado con bastante antelación, por lo que el pago ya lo habíamos efectuado. Aún así, la relajación reinó esa mañana nuestros movimientos y las prisas, maleta en mano, caracterizaron el trayecto hasta el autocar. Una vez subidos en él, la fatiga empezó a hacer una mella preocupante.
Los asuntos que esperaban al otro lado de la ventanilla se encargarían de quitarme el sueño. Estábamos en Auschwitz. Sí, ese infierno que solamente ves en los libros y en películas. Ese terreno cargado de aflicción e injusticia. El conocimiento se transformaba por fin en imagen. Los campos de concentración no suponían un dato más; tus ojos eran testigos de un emplazamiento que en miles de años no lograremos sacar de nuestras cabezas.
Contábamos con la voz experta de una guía que dejó mucho que desear. Hablaba a través de un micrófono que, conectado a unos cascos que nos colocamos cada uno en las orejas, nos permitió escuchar la inmensa cantidad de barbaridades que ocurrieron en el sitio en que no hace tanto trabajaban de manera totalmente inhumana personas que tarde o temprano iban a morir.
Vejaciones, fusilamientos, desnutrición, hacinamiento, familias separadas por completo... Y guardias alemanes viendo impasibles el crimen y el horror.
Arbeit macht frei ("el trabajo libera"). Eso es lo que se lee a la entrada. Con estas consignas, los judíos creyeron por un tiempo que el régimen de esclavitud al que estaban sometidos podría terminar si colaboraban. Craso error. La muerte les esperaba en cuanto flaquearan las piernas.
Se hacían incluso experimentos con ellos. A principios de 1943, durante la Segunda Guerra Mundial, el médico, antropólogo y oficial alemán de las SS Josef Mengele fue el encargado aquí de realizar pruebas genéticas con judíos -muchas veces sobre gemelos-, obviando siempre el bienestar y la seguridad de sus víctimas.
Una valla eléctrica les alejaba de la verdadera libertad. Algunos polacos lograron escapar y esconderse en casas de habitantes de la zona. Los que no hablaban el idioma lo tuvieron aún más complicado.
Fueron muchas las cosas que nos enseñaron. La gente llevaba el móvil en la mano intentando sacar una foto a casi todo lo que le rodeaba. Vimos las pésimas habitaciones en las que dormían, la horca, los lavabos, los utensilios personales, calzado, ropas, pelo cortado que usaban los nazis para telas y, por encima de todo, los retratos de mujeres y hombres que, sabiendo que nada bueno llegaría, exhibían una mueca grotesca e impactante.
El recorrido acabó en las cámaras de gas. El campo de Birkenau era el siguiente destino. Para ello, nos trasladaron nuevamente en autobús.
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