Todos sabemos que cuando un hombre aparentemente cishetero se disfraza de mujer, lo hace siempre con el pretexto de una fiesta (Carnaval, despedida de soltero-a...) y elige este disfraz guiándose por un primitivo concepto de “transgresión”. Pero nunca lo aprovechará para explorar su lado femenino, ya que si aparece demasiado “feminizado” puede correr el riesgo de que sus amigos y amigas se burlen de él. Y en su paranoia vergonzosa de no “parecer un maricón” se caricaturizará y exagerará su condición evidente de disfraz (globos como tetas, pelucones chillones, barba de dos días, etc.)
Esta actitud y otras conductas aparentemente inocuas de machismo sociológico evidencian un menosprecio social muy arraigado e interiorizado a todo aquello que huela a feminidad. Lo curioso es que, en estos casos, incluso las mismas mujeres de su “tribu” se reirán con ellos y les seguirán la broma, en una aceptación atávica de su propio papel como objeto de desprecio y dominación, y también de su desprecio conjunto, consciente o no, hacia las demás diversidades sexuales y de genero.
Ocurre lo contrario cuando una mujer aparentemente cishetero perteneciente a ese mismo grupo social se viste con prendas de hombre o prendas femeninas que resaltan su masculinidad. Aquí la vergüenza no existe, en este caso ellas mismas explorarán y disfrutarán en aparente libertad ése travestismo que para ellas es una pequeña transgresión sin importancia y que nunca pondrá en cuestionamiento su indudable feminidad... como mucho se resaltará su elegancia, su atractivo andrógino, su ambigüedad y para ellos quedará remarcada así su condición femenina de objetos sexuales.
En este caso, un macho normativo la mirará divertido, como a una niña que juega a vestirse de mayor, y nunca temerá expresar abiertamente su atracción, ya que se sigue sintiendo cómodo, en su espacio de seguridad... ellas son mujeres, siguen siendo mujeres, sin ninguna duda. Su pretendida superioridad masculina no ha sido para nada violentada... más bien al contrario, es así como ésta obtiene su total confirmación.
La vertiente extrema de este estado evidente y normalizado de dominación masculina y heteropatriarcal que os he querido simbolizar con este ejemplo para nada inofensivo, se revela cuando esa “autoconsciencia” de pretendida superioridad y ese miedo y repulsión al propio lado femenino lleva a un autodenominado macho cishetero o a un grupo de ellos a la violencia.
La violencia de género masculina contra las mujeres cis en general, se ejerce como prolongación de ese sentimiento de fuerza, dominación y posesión hacia ellas, simplemente por el hecho de ser mujeres. Pero en el fondo, se trata siempre de miedo y debilidad. Un miedo atávico al rechazo o al actual cambio social en el que la mujer comienza a asumir plenamente sus derechos de igualdad, liberándose de ese estado de cosas y castrando así sus pretendidos privilegios. Ese miedo egoísta y narcisista a ver violentada o cuestionada su masculinidad, tanto para sí mismo como al ser expuesto ante sus iguales.
En el caso de las mujeres trans, las razones para esta misma violencia de género, a la que se añade además el rechazo social, son más complicadas. La causa en este caso sigue siendo el miedo, el puro miedo a nuestra existencia, y esta vez ese miedo aparece en su encarnación de ignorancia y odio. Un falso sentimiento de dominación y superioridad que no es sino esa frustración que experimentan al negarse a sí mismos el poder satisfacer con nosotras su pulsión sexual, unido esto a su impotencia y desconcierto interior al ser atraídos por aquellas a las que no consideran “mujeres de verdad”. Rabia de “clase” ante esa “vergüenza” que para ellos significa vernos como “hombres” que nos rebajamos “disfrazándonos” de mujeres, y sentimiento de culpabilidad ante la manada por sentir esa atracción hacia nosotras. En realidad las mujeres trans encarnamos aquí el papel de espejos, ya que al descargar ellos su furia en nosotras, la descargan sobre aquella parte que odian de sí mismos. De nuevo, ese consabido y ridículo miedo cósmico a la virilidad dañada o puesta en evidencia.
Resumiendo, la violencia de género masculina contra las mujeres cis se perpetra por el simple hecho de ser mujeres, mientras que las mujeres trans sufrimos esa misma violencia porque para ellos ojalá fuésemos mujeres, tanto en la esfera de la atracción física como ante su incapacidad y vergüenza de asumir y admitir nuestra plena inclusión en el género femenino, con todas las consecuencias de confusión que ello les conllevaría tanto individualmente como ante su conciencia y prestigio de pertenecer al grupo más fuerte. Las mujeres trans somos ese lugar al que ellos no quieren mirar.
En otro apartado de cosas, la violencia de género contra los hombres trans se ejerce por el simple hecho de no comportarse como mujeres, y por tanto negarse a cumplir con su función como objeto sexual del macho que “la” sabe así totalmente fuera de su alcance, una situación parecida a la de la violencia y rechazo de los que son objeto las mujeres lesbianas. Pero al caso de los hombres trans se añade además su pretensión de afirmación como integrantes del género masculino, esa pretensión de “atreverse” a ser hombres, “invadiendo” el espacio de éstos y desligándose así además de su posición tradicional de inferioridad. También sigue ahí otra vez ese sentimiento de desconcierto y de culpabilidad ante sí mismos y ante su grupo por sentirse atraídos por una persona trans... de nuevo, el miedo a su propia imagen.
Y el alcance de todo esto es mucho mayor. Ampliándolo al marco de lo social, tanto la lucha feminista como la presencia LGTBI cuestionan y hacen tambalear los mismos fundamentos de la sociedad capitalista occidental y de la mayoría de sociedades. Sociedades machistas sostenidas invariablemente sobre un régimen de cisheteropatriarcado ancestral en lo social, económico y espiritual, del que las mujeres y las personas LGTBI, con todas nuestras diferencias, somos por naturaleza, por situación y por propia existencia sus enemigos naturales.
Además hay que dejar claro que, a pesar de las aserciones ideológicas de ciertas corrientes feministas, esa violencia atávica ejercida contra mujeres y población LGTBI queda del todo englobada en el concepto específico y original de violencia de género, que por su enorme y para muchos desconocida amplitud hay que precisar y distinguir muy bien del concepto violencia contra la mujer. Porque es la misma violencia y su causa el mismo miedo, sin ningún tipo de distinción. Ese miedo, en este caso muy masculino, que no es sino simple angustia e inseguridad por la pérdida de ese mundo antiguo en el que ellos dominaban y todo estaba perfectamente definido, junto a esa otra angustia que es la obsesiva necesidad de la gente que se sabe pequeña de sentirse superiores a alguien. Miedo a un cambio social gigantesco que ya está aquí y que de ninguna manera ni ellos ni nadie pueden ya detener.
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