A principios de la década de los 2000, cuando estudiaba la secundaria en Florida, me sometieron a un trauma que tenía como propósito borrar mi existencia como bisexual recién salido del clóset. Mis padres eran misioneros bautistas sureños que creyeron que la práctica peligrosa y desacreditada de la terapia de conversión podría curar mi sexualidad.
Me senté en un diván durante dos años y aguanté sesiones emocionalmente dolorosas con un orientador. Me dijeron que mi congregación rechazaba mi sexualidad, que yo era la abominación de la que habíamos escuchado hablar en la escuela dominical, que yo era la única persona homosexual en el mundo, que era inevitable que contrajera VIH y tuviera sida.
Sin embargo, el asunto no terminó con estas hirientes sesiones de charlas terapéuticas. El terapeuta dio instrucciones para que me amarraran a una mesa y me pusieran hielo, calor y electricidad en el cuerpo. Me obligaron a ver en un televisor videos de hombres homosexuales que se tomaban de las manos, se abrazaban y tenían sexo. Se suponía que asociaría esas imágenes con el dolor que estaba sintiendo para hacerme heterosexual de una vez por todas. Al final no funcionó, pero yo decía que sí solo para dejar de sentir dolor.
He comenzado a reparar el daño que esa terapia de conversión nos causó a mi familia y a mí, pero es muy probable que la promesa fallida de cambio provocara un rompimiento permanente en nuestra relación.
Muchos creen que la terapia de conversión —esa charlatanería de que a la fuerza puedes cambiar la orientación sexual o la identidad de género de alguien— es un artefacto del pasado, una práctica medieval de tortura. Pero de hecho aún es legal en 41 estados de Estados Unidos, incluyendo algunos supuestamente progresistas como Nueva York y Massachusetts. La ciudad de Nueva York prohibió la práctica por completo apenas el mes pasado.
En la actualidad, soy orgullosamente bisexual, me identifico con el género no binario y trabajo como director de defensa y asuntos gubernamentales en The Trevor Project, la organización de intervención de crisis y prevención del suicidio más grande del mundo dirigida a los jóvenes LGBTQ. Constantemente escuchamos acerca de sobrevivientes de la terapia de conversión que han salido tan lastimados que están considerando el suicidio. Así que conocemos la gravedad del problema.
Un nuevo informe nos explica su magnitud. Casi 700.000 adultos en Estados Unidos han recibido terapia de conversión en algún momento, incluyendo a cerca de 350.000 que recibieron el tratamiento de adolescentes, de acuerdo con un estudio efectuado por el Williams Institute, un grupo de expertos en orientación sexual y leyes y políticas públicas de identidad de género en UCLA.
Es descorazonador que el estudio calcule que 20.000 adolescentes LGBTQ recibirán terapia de conversión de un profesional de la atención médica antes de cumplir 18 años. Una cantidad todavía más grande de jóvenes, un estimado de 57.000 adolescentes, se someterán al tratamiento de un asesor religioso o espiritual antes de ser adultos.
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