En 1993, un hombre inglés decidiría convertirse en asesino serial de hombres homosexuales. ¿Por qué? “Porque me parecen más vulnerables que las mujeres”, contestaría Colin Ireland durante el interrogatorio, después de que él mismo confesara los crímenes.
Peter Walker, coreógrafo y director de teatro del West End, sería la primera víctima de Colin Ireland.
Creció y se desarrolló como un hombre de ancha espalda y ciento noventa centímetros de altura. Ya para los veinte años, Ireland tenía un historial delictivo considerable: allanamiento de morada, robo y extorsión. Además, tenía una afición por la milicia y el adiestramiento en supervivencia.
Siempre tuvo conflictos con sus relaciones sentimentales y sexuales, llegando a divorciarse dos veces de mujeres que eran mucho mayores que él.
Trabajó como cocinero en jefe en un restaurante local muy frecuentado por hombres abiertamente homosexuales. Fue bombero. Incluso fue voluntario en un refugio para indigentes y, por tan excelente desempeño y vocación, fue nombrado subdirector del lugar.
Lo despidieron después de que él maltratase a uno de los huéspedes del lugar y, según el director del refugio, “Ireland se veía afligido, creo que era el único trabajo por el cual se había sentido verdaderamente entusiasmado”.
Durante las fiestas del Año Nuevo de 1992 a 1993, Colin Ireland tomaría una decisión fría y premeditada: se convertiría en asesino en serie. “Los homosexuales son un grupo de víctimas potenciales porque son más vulnerables, y la gente les tiene menos simpatía que las mujeres”, diría entre sus declaraciones oficiales.
El modus operandi del Gay Slayer, bautizado así por la prensa inglesa; consistía en ir a The Coleherne sin nada más que dinero en efectivo y un par de guantes, buscar a algún hombre despistado a quien le gustase el sadomasoquismo y el sexo rudo (pues así sería menos complicado inmovilizarlo con unas esposas comunes), robarles todo su dinero y después asesinarlos.
Entre homicidio y homicidio, Colin Ireland llamaría anónimamente a la policía para fanfarronear sobre el asesinato, a veces dejando pistas para jugar con los investigadores y llegando a dejar la cabeza del gato de una de sus víctimas sobre el pene de la víctima, y la cola del animal metida en la boca del hombre sin vida.
En total fueron cinco las víctimas que pasaron por sus manos: Peter Walker, coreógrafo y director de teatro, Christopher Dunn, bibliotecario, Perry Bradley III, hombre de negocios e hijo de un político demócrata texano, Andrew Collier, director de un asilo para adultos mayores, y Emanuel Spiteri, un chef de origen maltés.
Terminó confesando los crímenes después de que sus huellas dactilares coincidieron con las huellas encontradas en la ventana de la repisa de Andrew Collier.
El juez Sachs, quien sería el encargado de dictar la sentencia para Colin, le diría al asesino: “usted es excepcionalmente aterrador y peligroso. Tomar una vida humana es una barbaridad; tomar cinco es una carnicería”.
En diciembre de 1993, Colin Ireland fue condenado a cuatro cadenas perpetuas. Él siempre negó cualquier contacto sexual con sus víctimas, y aunque nunca se comprobó ni se descartó que Colin fuera homosexual, su sexualidad fue un gran misterio para los investigadores, pues Ireland, a pesar de haber confesado, nunca explicó su turbia vida sexual.
Su salud se deterioró hasta que falleció en febrero del 2012 por causas naturales, a la edad de 57 años, dentro de su celda carcelaria.
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20-09-2017 | Carlos Lamm
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