En la Maassentrasse 7, en Berlín, está el Café Berio. El local, con un amplio comedor sobre la calle, es atendido por homosexuales y está ubicado justo en el corazón de Schöneberg, un distrito conocido por su actividad gay alrededor de Nollendorfplatz. El café luce una bandera gay en la cornisa y hoy, cuando Berlín recuerda la época nazi como un sueño pervertido y las placas de enviados a los campos de concentración se multiplican en las aceras, familias con niños en brazos van allí y beben mientras observan a los viandantes, leen el diario. A comienzos de los años 30, la perspectiva era por completo opuesta: el club Eldorado, reconocido como un centro de reunión gay de esta zona, fue cerrado por el régimen nazi. No era sólo una advertencia sino uno de los primeros pasos en una extensa persecución a la población homosexual de Alemania, por una razón que ya parece lugar común: las relaciones entre hombres eran la semilla de la degeneración moral de la raza aria, según publican en la página web elespectador.com
La Gestapo, la policía secreta alemana, enlistaba a aquellos sospechosos de actividad homosexual. Revistas y diarios de esa comunidad fueron clausurados. En 1936, Himmler creó una oficina dedicada a combatir el aborto y la homosexualidad. Un homosexual era capturado, no se le realizaba ningún juicio. Si era liberado, era muy posible que fuera enviado después a un campo de concentración porque podría recaer en sus “actividades inmorales”. Sus actos eran visto como parte de la decadencia que los nazis pretendían combatir: una decadencia económica, moral y racial.
Los homosexuales eran inútiles para todos los objetivos de los nazis. El objetivo era llenar los campos, y en ocasiones las unidades nazis catalogaban como homosexuales a opositores políticos. En la solapa de sus camisas, como hicieron con la estrella de David a los judíos, les ponían una bandera rosada. Era necesario identificar la carne de cañón.
Entre hombres era imposible, por supuesto, la reproducción, de modo que así fuera ario, un homosexual no podía contribuir a la ampliación de la raza. Eran llevados, como otros grupos, a los campos de concentración. Tenían una opción para reducir o tal vez purgar su pena: la castración.
Como el centro de la tentación era el órgano mismo —eso pensaba la ciencia nazi—, su eliminación era la solución más práctica. En los campos eran apartados del resto del grupo, pues su orientación sexual era considerada una enfermedad. No se permitía, entonces, el contagio.
Había otra opción para salvarse: si era homosexual y no tenía pareja, podía ingresar a las filas nazis y comprometerse a cambiar su mentalidad. El compromiso, en ocasiones, pasaba por la experimentación médica: si era una enfermedad, entonces podía ser curada. Cientos fueron mutilados, enfermaron en el proceso y fallecieron. Muchos fueron encarcelados por una mera sospecha —la sospecha es prueba fiel en toda dictadura— y obligados a trabajar más duro que el resto para ser convertidos, así, en hombres.
Entre 5.000 y 10.000 terminaron en los campos. No existen cifras de muertos.
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