Otro día más, os traemos una nueva historia en nuestra sección #HistoriasDe. Encontraréis todas las historias que hemos publicado en el menú superior del blog. Hoy es Rosa, una gran tuitera a la que seguro muchas de vosotras seguiréis, la que nos cuenta su historia. Es una historia de superación, de no renegar de uno mismo y sobre todo, de saber que nuestra propia felicidad está por encima de todo.
No olvidéis que podéis mandarnos vuestra propia historia personal o de amor, o incluso, cualquier cosa que quieras contarnos a nuestro mail: deaquialpans@gmail.com
Mi historia comienza directamente en el instituto, ya que mi infancia fue una etapa en la que yo era ajena al resto del mundo y feliz sólo con mis juguetes, con mi familia y con el colegio. Nunca me fijé en nadie, y por eso mi salto de Primaria a la ESO fue difícil, pues allí noté que todas las chicas iban ya con una mentalidad algo más adolescente, y yo ni siquiera me había parado a mirar anteriormente a chicos o a chicas. Llegué con una mentalidad muy niña al instituto y eso me costó muchos problemas a la hora de adaptarme.
Allí conocí a una chica y nos hicimos muy buenas amigas. Pasábamos todo el tiempo juntas, solas o en compañía de más gente, pero nosotras teníamos algo que el resto no tenía. Nos gustaba abrazarnos, sentirnos cerca, saberlo todo de la otra. Para mí era raro, porque por primera vez desde que tenía uso de razón sentía esa conexión con alguien, y resultaba ser mi mejor amiga. No entendía por qué me pasaba, pero tampoco le di demasiadas vueltas. No supe que algo pasaba hasta que me quedé a dormir en su casa y nos quedamos abrazadas toda la noche. Para mí, supuso el despertar de mi curiosidad hacia ella y las chicas, aunque para ella todo seguía igual, o eso me hacía ver. Yo era su mejor amiga y eso no iba a cambiar, y tampoco me lo planteaba. Como digo, seguía siendo demasiado niña para plantearme ese tipo de cosas.
El verdadero cambio llegó a mis 16 años de la mano de una chica a la que conocí casi por casualidad. Conocí a Vanesa por un foro de un grupo de música y poco a poco fuimos creando una buena amistad, de esas de contártelo todo, de estar noches y noches hasta las 3 o las 4 de la madrugada haciendo el tonto por web cam. Y de sentir una felicidad que sólo tenía con ella. Era inevitable compararlo con lo que me había pasado años atrás con mi mejor amiga, pero seguía negando que me gustaran las chicas. “Que no, que estoy equivocada”, me decía a mí misma.
Hubo una racha en la que perdimos contacto durante meses porque se quedó sin ordenador, y no pudo avisarme antes de desaparecer. Me pasé muchísimas noches sin saber de ella, preguntándome si se había cansado de mí o si había hecho algo mal. Sentía que me faltaba algo. No llegué a entenderlo hasta mucho después. Hasta que un día la vi conectarse de nuevo, y sentí algo despertar en mí. Algo que había estado ahí durante todo ese tiempo y que yo me negaba a sacar a la luz.
Ahí estaba ella, saludándome, como si no hubiera pasado el tiempo. Tan guapa como siempre, haciéndome un nudo en el estómago sólo con verla. Y ahí estaba yo, sonriendo como si no hubiera mañana, queriendo atravesar la pantalla y comérmela a besos. Tiene gracia, porque en ese momento seguía negando mi condición sexual, así que decidí maquillarlo un poco. ¿Conocéis esa etapa de una lesbiana en la que afirma con rotundidad ser bisexual? Pues bien, ese fue mi momento. “Bueno Rosa, tampoco es tan malo ser bisexual”, me decía.
Me enamoré de ella y no sabéis la suerte que tuve. Suerte de que a ella también le gustaran las chicas. Suerte de que le gustara yo. Suerte de que nos conociéramos en persona. Suerte de besarla. Suerte de vivir con ella todo lo que se debe vivir en tu primer amor. Suerte porque no podía haber encontrado una persona mejor para resolverme las dudas. Gracias a aquello pude decir “Eres lesbiana, Rosa. Nunca te has fijado en un chico porque no te gustan los chicos, y no es ningún problema. Así eres tú”.
Me costó casi dos años de debates internos hasta que conseguí contárselo a mi padre, con la sorpresa de ver que su reacción fue de enfado, no porque fuera lesbiana, sino por no habérselo contado antes. Le dolió que yo no tuviera esa confianza para decirle lo que me estaba pasando. Y es que él, en el fondo, siempre sospechó algo. Mi madre, en cambio, se adjudicó el beneficio de la duda durante un tiempo cuando se enteró, ya que yo nunca había tenido novio y me decía que no podía saber que me gustaban las chicas si ni siquiera había tenido una relación con un chico, pero lo aceptó igualmente.
Desde entonces sólo he recibido apoyo y respeto de la gente que quiero. Sé que no es igual en todas las familias, que hay muchos padres que se niegan a aceptar la condición sexual de sus hijos, y que yo tuve la suerte de tener los padres tan liberales que tengo… pero creo que la mejor manera de ser completamente feliz es siendo sincero con uno mismo, más allá de lo que opine el resto.
Os cuento mi historia porque es un claro ejemplo de que el mayor obstáculo de una persona es su propia mente, a pesar de los muchos casos que se puedan dar en un tema que, por desgracia, aún no está lo suficientemente aceptado para la época en la que vivimos...
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