Había una vez un grupo de muchachos que, en un rincón del parque de San Pedro de Poás, se reunía para llorar. Aquello fue a mediados de los 80 y, casi sin plata, a los jóvenes a veces les alcanzaba para comprar una cerveza y compartir mientras confesaban sus ganas de morirse.
Ellos eran los “raros” del pueblo, un puñado de muchachos a quienes les tocó crecer homosexuales en una comunidad rural en tiempos del estallido del que entonces se apodó “el cáncer gay” –la epidemia del sida–, y también de la moral pétrea de una época de hombres bien hombres que salen de su casa para casarse con una mujer bien mujer, palabras del extenso reportaje publicado en la página web de La Nación.
Francisco Madrigal era el líder de aquella pandilla triste. Él ahora puede ver que, en la práctica, aquel era un grupo de apoyo psicológico; pero en su juventud e ignorancia los amigos nunca se vieron así. La anécdota pinta más que la vivencia homosexual: muestra la innata necesidad humana de sentirse acompañado.
Francisco ahora tiene 45 años y una historia larga de activismo político. La suya fue una generación de transición entre la oscuridad a puertas cerradas de los entonces llamados bares “de ambiente” y las aguerridas confrontaciones de los años 90.
Las generaciones anteriores a la suya debieron inventar cómo ser lesbiana y gay en Costa Rica. Los testimonios de cuatro protagonistas dan apenas unas luces sobre una historia casi desconocida sobre la que se convertiría en la comunidad LGBTI en un pequeño país centroamericano.
Hay un libro en la biblioteca de Francisco que transformó al lector: La formación de una contracultura . Le es imprescindible tanto por su tema de la subcultura gay en el país como por el hecho de que hubiera sido un compatriota gay quien lo escribió: Jacobo Schifter.
Jacobo creció sabiendo que era homosexual en la década de los 50, según cuenta en otro libro , 15 minutos de fama . Ahí cuenta las memorias de la represión que sufrió de su familia, de terapeutas y psiquiatras, e incluso de cómo se le sometió a una terapia de hormonas para “curarlo”.
En los años 60, Jacobo viajó a estudiar a Estados Unidos. Durante los siguientes 15 años fue parte de la comunidad gay de Washington D. C. y Nueva York. También se familiarizó con los movimientos feministas, se involucró políticamente en las protestas contra la guerra de Vietnam y formó parte de una de las primeras organizaciones universitarias de lucha por los derechos de las personas homosexuales.
Sus regresos a Costa Rica, en sus vacaciones de verano, no solo eran retornos a la geografía, sino en el tiempo.
Cuando conoció la cultura homosexual local se percató de que, a diferencia de la cultura anglosajona gay, en las relaciones de pareja se habían calcado los roles de las parejas heterosexuales.
“Cuando vine en los 70, las únicas parejas que había en Costa Rica eran, para decirlo claro, entre un tipo macho macho y una ‘loca’”, relata el investigador. Los roles no necesariamente respondían a un asunto de identidad, sino que eran papeles que había que asumir para entrar en el juego romántico.
Algo similar también lo cuenta otro personaje imprescindible en la historia de la comunidad gay y lésbica en San José: Ana Vega, propietaria del bar La Avispa . Ella, una mujer lesbiana, recuerda uno de los primeros grupos identificados como tales: unas mujeres que se apodaban Los Búfalos (ojo al masculino) a principios de los 70. El nombre es un guiño humorístico a la serie de televisión Los Picapiedra , y su logia de los Búfalos Mojados.
En aquel grupo, de unas 15 parejas, algunas tenían una femineidad irrefutable, mientras que sus parejas se masculinizaban al extremo.
Ana explica este endurecimiento por la necesidad de supervivencia: era difícil ser mujer en la calle y todavía lo era más ser lesbiana. Adoptar actitudes de macho funcionaba para alejar a los buscapleitos y, a veces, para irse a los golpes cuando fuera necesario.
Existieron bares de reunión homosexual en aquella época en San José, como el Johnny’s, en los 60; y una década más tarde surgiría el Vimo y El Ferrocarril (primordialmente de lesbianas), y otros bares gay como El Loro Azul, El Coche Rojo y Jaguares, entre otros. Jacobo Schifter incluso afirma que la vida nocturna homosexual en San José era más vibrante que la de Madrid en los últimos años de Franco.
Aquellos eran centros a puertas cerradas, en los que se entraba únicamente al dársele el visto bueno al cliente tras asomarse por una portezuela en la entrada principal. Solían ser bares mínimos ubicados en casas muy estrechas, en donde había que entrar casi a tientas entre tinieblas.
“Yo creo que aquello reflejaba mucho cómo nos sentíamos por dentro”, metaforiza Ana Vega.
"Antes habían recelos (entre gais y lesbianas); somos parte de esta sociedad y manejábamos muchos prejuicios. No había esa conciencia colectiva de sentir que la unión hace la fuerza y que teníamos necesidades comunes", Ana Vega.
Un artilugio común en aquellos años era la presencia de un reflector rojo o blanco que se encendía cuando había una redada policial. Aquellos eran bares en los que se bailaba y, en los negocios en los que la clientela era tanto de lesbianas como de gais, hombres y mujeres cambiaban de acompañante a la señal de la luz para formar parejas heterosexuales.
Esa era parte de la vida nocturna de entonces: paranoica y forzada al ridículo.
Los entrevistados acusan que las autoridades cometían abusos policiales y pedían sobornos. Afirman que el interponer una denuncia conllevaría a exponerse como homosexuales.
Solo pudimos encontrar denuncias al respecto a partir de los 90. De hecho, hay un informe de Amnistía Internacional que llama la atención al Gobierno de Rafael Ángel Calderón sobre “torturas y otros tratos crueles, inhumanos o degradantes” en contra de personas travestidas por parte de policías.
Regresando a la clandestinidad, uno de los mayores brillos de los 70 lo trajo un veinteañero gay que, al igual que Jacobo, había vivido en Estados Unidos en los 60. A su regreso, él se encontró una cultura gay oscura y sin sazón, demasiado ocupada en los chismes e incluso, según él, homofóbica por la pasión con la que se atacaban entre unos y otros. Por ello, empezó a invitar a grupos de amigos a su casa. Refirámonos a él como Roberto ya que, aún ahora y con más de 70 años, teme a la homofobia.
Una característica de la época era la división, tanto entre las lesbianas y los gais como entre los mismos congéneres. Según confirmaron todos los entrevistados, como en todo pueblo chico había mucho espacio para la maledicencia.
Roberto quiso luchar contra eso. Él empezó a organizar reuniones pequeñas que terminaron convirtiéndose en las fiestas que para muchos eran las más fastuosas de aquellos tiempos en Costa Rica. Él solía hacer reuniones para Halloween y, en otras ocasiones, hacía “Noches de Hollywood”, con shows de transformistas en las cuales grupos organizados imitaban escenas del cine.
“Por ejemplo, se escenificaba la entrada de Cleopatra a Roma, y la reina entraba en andas por gente que había sacado de gimnasios y la música era la de la película. En el jurado había muy reconocidas personas de teatro, y a los ganadores les dábamos estatuillas de los óscares de cerámica, pintadas de dorado”, dice Roberto.
En otras ocasiones organizó “la fiesta del regalo”, y les pedía a los asistentes llevar un regalo para un niño y para una niña, para repartirlos en comunidades necesitadas en Navidad.
La asistencia de los convites llegó a rondar las 500 personas. Se hicieron desde 1974 y, según Roberto, las abandonó hace unos cinco años.
Francisco Madrigal asistió en algunas ocasiones durante los 80. “Aquella era la máxima expresión de las actividades públicas de gais y lesbianas. Usted conocía a muy poca gente, pero la gente lo saludaba y era superamigable, usted era amigo de todos; muy diferente a la oscuridad de los bares”.
"Mucha gente se antojaba de venir a mis fiestas. Venían de Panamá, de países de Centroamérica, de Miami y de Colombia, solo para la reunión", “Roberto”, anfitrión de las fiestas del ambiente gay más famosas en Costa Rica desde 1974.
En aquellos tiempos, los colectivos se reunían por el puro gusto de hacerlo y no tenían una agenda política común. A pesar de que en Estados Unidos se había formado un movimiento creciente a partir de 1969 tras la redada del bar Stonewall, en Nueva York, en Costa Rica haría falta una crisis para sacar una conciencia política. Aquello pasaría en el ombligo de los 80: es una herida abierta y todavía duele recordarlo.
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El pasado domingo 29 de junio, el Paseo Colón y la avenida central fue una explosión de colores durante la Marcha de la Diversidad .
Había una vez un puñado de muchachos que se reunía en un rincón de un parque a llorar. Unos años después, miles se reunieron en la principal calle de San José para caminar bailando: de nuevo, la innata necesidad humana de sentirse acompañado.
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