La primera vez que estuve en la antigua Antioquia de Hatay, -una provincia del sur de Turquía- con otro amigo mío andaluz, el miedo nos arrebató de inmediato: sol abrasador, aire fresco y polvo. El paso de los días, hizo que suavemente Antioquia se iba a convertir en el destino favorito para mí. Los alimentos que los nusayries elegían para comer eran aquellos que teniendo el mismo valor nutricional que otros, elegían aquellos que poseían corcondancia de olor y sabor, así como sensación refrescante en la boca y el estomago. En cambio, para todos aquellos otros alimentos que siendo necesarios en una dieta equilibrada no poseían esa congruencia, se les añadían especias, siguiendo una búsqueda que otorgase la siempre sensación refrescante.
Con la importancia que también se le daba a las texturas, comer aquellos alimentos provocaban en mí una especie de transformaciones sublimes que me recordaban a las sensaciones que percibía cuando contemplaba aquellas composiciones coreográficas a las que la capital de Europa nos tenía acostumbrados desde finales de los años ochenta hasta mediados de los años noventa. Por primera vez en mi vida entendí el arte de seleccionar y transformar los alimentos para convertir la comida en una particularísima experiencia sensorial, tan contundente y directa como la que provoca una obra de arte al contemplarla. Un año antes o uno más tarde, no lo recuerdo exactamente, solía acompañar a mi amigo árabe de La Marina del Levante a sus conciertos por los cafés de Antioquia. Cada vez que se sentía cansado durante las dos horas y media que duraban sus conciertos, me hacia salir a bailar en público mientras él tocaba y cantaba el poronponpero en árabe.
Una de esas noche no fue fácil para mi, ni para él y su hermano. Mientras esperaba mi turno para salir a bailar, yo estaba situado entre el público, siempre me gustaba verlo cantar. Aquella noche me levanté y puse dos billetes de liras turcas en la cintura del hermano de mi amigo como agradecimiento al estupendo concierto que estaban realizando, a los pocos minutos, llegó mi turno y bailé. Retomé mi asiento al finalizar, pero con la mala suerte de recibir súbitamente una agresión verbal por parte de una pareja de heterosexuales que disponía a abandonar el local. No pensé nada, asumí lo que ya me imaginaba, mi nueva conformacion de sentirme más libre desde la ley de democratización emocional aprobada en mi país en 2004, aparecía a los ojos de varias personas de Turquía como una agresión absoluta a su integridad sobre las formas de comportamiento, basadas en lo que se debe y no debe hacerse entre la gente del mismo sexo y del sexo contrario, sobre todo, si procedes como yo, de La Marina del Levante de Occidente.
Encontrándome en Palermo, recibí unos mensajes del dueño del restaurante, en ellos me decía, que la estación del año para comer calabaza asada en Sakarya ya había comenzado. No tardé en regresar a su ciudad. Deleitarse comiendo calabaza asada, es uno de los placeres más esperados por los ciudadanos que la habitan y por los que siempre la visitan. Siempre tengo presente en mi memoria el primer instante en que la probé, sobretodo por la manera en la que es venerado este postre. Antes de llegar al paladar, su presentación se realiza con un esmeradísimo cariño, cuidado y sofisticación: camareros uniformados en blanco, rojo y negro, platos, copas y cubertería decorados con líneas doradas, manteles y servilletas bordadas con hilos de oro y un espacio envuelto por grandes lámparas de araña y cortinas monumentales ondulantes, creando una atmósfera oriental, como tantas veces te habían hecho poder imaginártela y que nunca pudimos experimentar muchos occidentales. El sabor de gran complejidad como para poder explicarlo, hízo que me fuese casi imposible describirlo, pero si aproximarme a él desde otras maravillosas características que posee: su suave aroma azafranado y azucarado recién tostado, al que se le añade una textura delicada que envuelve el paladar, dejando un sabor que hace pensar en cómo sería el fuego si este no quemase y se pudiera comer.
Eran las 16.00 horas mientras paseábamos por una de las marinas de Izmit. Durante el paseo acaricié a dos perros de los que aunque parece que están abandonados, son parte del espacio público de Turquia. Me asomé a la orilla del muelle y un gran cielo de estrellas marinas se abría a mis ojos al mirar el fondo del mar, cientos de ellas de rojo carmesí, anaranjadas, amarillas y rosadas. Akdeniz, nombre que los turcos dan al mar Mediterráneo, presenta su omnipresencia cuando paseas a su lado, te susurra cada vez que te acercas a él, podría abrazarte, pero se queda en su lugar, casi siempre a punto de desbordarse. De camino al aeropuerto Istanbul, pensé que iba a hacer un sinfín de cambios hasta llegar a la puerta de embarque con destino a Doha, por suerte no fue así. Mientras observaba la multitud aglomerada en las salas de embarque, me daba la impresión como si la actitud transitoria de los pasajeros, no solamente fuese por las esperas interminables en el proceso del viaje, sino porque en muchas ocasiones, viajar en sí, tambien es un tránsito vital que altera muchas de nuestra expectativas y esperanzas en nuestras vidas.
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