Carola anunció que vendría con un amigo. —¿Un amigo? ¿Cómo que un amigo…?
—Tranquilo, papá, no es mi novio ni nada…
—Pero ¿Dónde va a dormir…?
—Dijiste que podía traer a alguien.
—Pensé que traerías a una amiga, como siempre…
—Puede dormir conmigo… y antes de que digas nada, es gay, ¿vale? —No me dejó tiempo para replica y comenzó a discutir conmigo, o más bien con una versión de mí que existía solo en su imaginación y que discutiría este tipo de asuntos con ella. —¿En serio crees que no puedo dormir en la misma habitación con un tío sin echarme encima de él…? —Puede que resulte extraño, pero no me sentía cómodo discutiendo la vida privada de mi hija. Vale, ya no era una niña pequeña, era una adulta y vivía por su cuenta. Desde que su madre y yo nos separamos, cuando ella tenía solo dos años, nuestra relación había sido intermitente, discreta, distante, aséptica incluso.
Sin duda era culpa mía. Siempre me había dicho a mí mismo que me constaba relacionarme con una niña, aunque dudo que hubiese ido mejor de tratarse de un varón. Carecía por completo de esa capacidad que tienen algunos para ponerse al nivel de un crío. Para ser honesto, el tiempo que pasaba con mi hija cuando era pequeña siempre me resultó aburrido y recurría a contratar canguros y niñeras que la distrajeran y supieran interesarse por un juego infantil. Me encantaba, no obstante, mirarla desde la distancia, ver como descubría el mundo y se asombraba con cada pequeña insignificancia, con esa entrega absoluta que solo tienen los niños. Pero sin duda, tengo que agradecerle que haya sido siempre ella quien pusiese tanto empeño en que mantuviésemos el contacto con el paso de los años. Aun ahora a sus veintidós años seguía dedicada a cultivar nuestra relación como una jardinera meticulosa, atenta a los detalles de las celebraciones y fechas emblemáticas que a mí se me escapaban.
—Papá… pero ¿por qué están todas las luces apagadas? —fue lo primero que dijo al entrar en la casa de la playa, en la que solíamos compartir algunas semanas de vacaciones a lo largo del año. Como de costumbre, según entraba por la puerta empezaba a echarme la bronca. Aunque no faltaba nunca el abrazo y el beso. Ya no era ese abrazo efusivo y con carrerilla de cuando era pequeña, pero seguía cargado de un afecto al que me costaba corresponder. — Te lo dije, Seb, mi padre es un desastre… —El tal Seb —el amigo— era un chico menudo, con la cabeza asaltada por rizos dorados, de ojos grandes, oscuros, aunque despiertos, que me sonrió sin prisa de forma casi infantil.
—Señor Forton, es un honor… —exclamó el joven —me encantan sus libros, de verdad. “La montaña del alma…” me la he leído dos veces…
—Pues eso tiene metrito, Carola tardó casi un año en terminarlo…
—¡Son como setecientas páginas…! —protestó mi hija, que, si bien siempre ha sido fan de su padre, no lo ha sido tanto de mi literatura. —A Seb le va tu rollo, le gusta leer a Proust y esas cosas…
— Carola prefiere las novelas rosas… —bromeó su amigo.
—¿Para qué leer un libro si no hay un tío bueno del que enamorarse…?
— Vale… ese es un buen argumento… —contestó él. Siguieron riendo y tomándose el pelo un rato antes de que ella continuara con la inspección de la casa —¿No has hecho la compra…? Apuesto a que ni siquiera has comido… —No sé muy bien en qué momento mi hija se había convertido en mi madre, era un rol que claramente disfrutaba y ya estaba como siempre dando órdenes y regañándome por mi dejadez. En solo unos minutos Carola y su amigo habían invadido el espacio que justo antes permanecía tan íntimo y privado como el subconsciente, para revolucionarlo todo.
Hacía tiempo que me había hecho a la idea de que las semanas que ella pasaba conmigo era imposible avanzar en mi trabajo. No me importaba, la verdad, formaba parte de esa realidad alternativa a la que asomaba como un espectador sediento de experiencias, como si yo fuera un tetrapléjico emocional que necesitaba vivir a través de los otros. Las cuidadoras de su infancia fueron sustituidas por las amigas de la adolescencia, las fiestas de pijamas y las compañeras de carrera. Durante unos días ella me dejaba asomar a su vida cotidiana y yo disfrutaba de esa pequeña rebelión contra mi soledad. Me bastaba con contemplar su felicidad y su cháchara vulgar llena de esa vitalidad de la que yo carecía.
Pero la presencia de Seb en esta ocasión, no tardó en despertar otra clase de revoluciones a las que no conseguía permanecer indiferente.
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