Cuando uno conoce Guatemala, notará que la religión continúa siendo parte crucial del funcionamiento de la vida diaria. Si bien es algo común en toda la región de América Latina, en Guatemala pareciera que esta situación se exacerba tremendamente.
Uno puede ir caminando cualquier día en una calle principal de pleno centro y encontrarse con una procesión kilométrica. Monumentales bases de madera sólida son cargadas por decenas de hombres encapuchados llamados cucuruchos. Todos ellos se van turnando para poder llevar en sus hombros al santo venerado. Por supuesto, esos turnos cuestan y entre mejor y más vistosa la calle, mayor es el precio. Las procesiones se van volviendo más constantes conforme se acerca la semana santa, pero en realidad suceden durante todo el año.
De la misma forma, muchos de los locales comerciales tendrán un altar de un simpático ranchero bigotón. Maximón, una especie de primo guatemalteco de Malverde mezcla de creencias paganas, mayas y católicas, es venerado por todo el país.
Esta es la cotidianeidad que Eny Roland experimenta desde sus días de estudiante en una de las muchas escuelas religiosas de la capital guatemalteca. Es la misma la que lo ha marcado y de la que habla en su obra fotográfica.
El simpático y dinámico fotógrafo reconoce en estos ritos la ironía de reglas caducas y clasistas, pero también lo altamente sexuales y estéticos que pueden llegar a ser. Obviamente su estilo fotográfico no es del todo bienvenido por los grupos ultraconservadores, por lo que más de una vez su obra ha sido censurada e incluso dañada tanto por su contenido conceptual como por su falta de pudor.
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