Existe un "botón" del placer que muy pocos seres humanos conocen. ¿Y si existiera una manera de lograr la misma sensación que se puede conseguir con las drogas, en cualquier momento y lugar, sin los efectos secundarios químicos?
Es probable que cuando dieron con dicha posibilidad pensaran que todo poder implica una responsabilidad. Quizá por ello, no es de extrañar que semejante instrumento de la felicidad este guardado en el baúl de las posibles armas de destrucción masiva que podrían arrasar nuestra propia existencia. Una poderosa tecnología a la que sólo se tiene acceso bajo una serie de situaciones/prescripciones limitadas.
Hablamos de lo que se ha denominado como la evocación de placer a través de la estimulación eléctrica cerebral, y todo comenzaría en 1954, como tantas veces en la ciencia, de manera fortuita.
Ese año los investigadores James Olds y Peter Milner dieron con lo que luego ha pasado a llamarse centro de recompensa del cerebro. Ambos estaban estudiando la parte del cerebro llamada formación reticular. Cuando estimulaban esta estructura neurológica del tallo cerebral con electrodos implantados los investigadores eran capaces de causar en los ratones de laboratorio un efecto de no repetición. Los animales evitaban la acción que les provocaba la sensación.
Ocurre que durante las primeras pruebas, los electrodos no siempre terminaron en las áreas del cerebro donde los investigadores estaban apuntando. El electrodo de un animal en particular se perdió dicha formación y se dirigió en su lugar al área septal que se conectaba con el hipocampo, el actor principal de la memoria.
¿Qué ocurrió? Que el animal pasó a comportarse de manera inesperada: en lugar de evitar la acción que le provocaba la descarga eléctrica, repetía una y otra vez la acción tras la descarga.
Lo que habían descubierto estos primeros experimentos es que la aplicación de una pequeña descarga eléctrica dirigida a los centros de recompensa del cerebro proporcionaba un mecanismo de retroalimentación positiva extremadamente potente. Incluso si a un animal se le privaba de alimento durante 24 horas, cuando se enfrentaba a una elección entre la comida o el lugar donde recibiría la estimulación cerebral, no había duda, elegía la segunda.
Llegados a un punto, los investigadores construyeron un aparato en el que un animal podría utilizar una palanca para activar la corriente eléctrica. Después de aprender el funcionamiento del mecanismo, el animal se estimulaba su propio cerebro regularmente, a intervalos de una vez cada cinco segundos.
El área septal era el centro del placer del cerebro. Sin duda, habían creado una máquina perturbadora en muchos sentidos. Una máquina capaz de convertir a los animales en yonkis del placer. Así que llegados a este punto, es posible que te estés haciendo la pregunta, ¿qué efecto podría tener en los seres humanos? ¿cómo puede ser que no haya oído jamás de ella? O quizá más inquietante, ¿estamos preparados para dicha tecnología?
Posiblemente, lo ocurrido a mediados de los 70 supuso un punto de inflexión para que aquello se mantuviera con cierta discreción. Lo ocurrido por aquellas fechas, aunque más cercano a la ciencia ficción, fue un hecho verídico y ciertamente oscuro de la ciencia.
Se llamó paciente B-19. Un joven descrito en los libros de la ciencia como problemático. Tras abandonar la escuela secundaria había dado tumbos por la vida, en trabajos dispersos y con muy poco futuro: desde empleado de almacén, hasta portero de seguridad o trabajador de una fábrica que finalmente se declaró en bancarrota. El joven un día decidió cambiar su futuro alistándose en el ejército, aunque poco después quedaría estigmatizado.
B-19 era expulsado y repudiado por sus compañeros por presentar tendencias homosexuales. Ese mismo chico, ahora más perdido de lo que jamás lo estuvo en su vida, acabó siendo un vagabundo adicto a las drogas. El joven se pagaba los vicios vendiendo su cuerpo a otros hombres.
Pero antes de que su final no tuviera vuelta atrás, el joven tuvo un encuentro con el doctor Robert G. Heath, profesor de la Universidad de Tulane. Heath fue un psiquiatra norteamericano cuyo trabajó estuvo centrado en la psiquiatría biológica, en la búsqueda de los problemas de la mente a través del tratamiento de medios físicos.
Poco después su investigación se centró en las investigaciones de James Olds y Peter Milner. A partir de 1954 comenzó a experimentar con implantes similares a los electrodos de ambos investigadores. Con una diferencia: en lugar de animales de laboratorio, Heath prueba con el cerebro humano. Estos primeros trabajos los realizó con sujetos y pacientes con enfermedades mentales de los hospitales del estado. Apoyado en las posibles consecuencias sanadoras que podría obtener, su estudió vio la luz, aunque siempre bajo la lupa e inquietud de la comunidad científica de la época.
Tras el descubrimiento de los centros de placer del cerebro de Olds y Milner en el 54, Heath centró su investigación en el ser humano. ¿Qué ocurrió? Que el hombre encontró que el uso de la estimulación eléctrica en estas áreas del cerebro tenían un efecto similar al de los animales de laboratorio. Dicho de otra forma, encontró que los sujetos obtenían un placer inmediato.
Junto a los electrodos, el equipo de Heath dio un paso más allá implantando un tubo llamado cánula que podría suministrar dosis precisas de productos químicos directamente en el cerebro. Cuando los investigadores inyectaron el transmisor de impulsos nerviosos llamado acetilcolina en el área septal de una paciente, los investigadores registraron una “actividad vigorosa”, un placer descrito por la paciente como “intenso” que llegaba a producirle orgasmos que duraban hasta treinta minutos.
Con esta información, una tarde de 1976 Heath acababa su jornada de trabajo. El hombre toma su coche para regresar a casa cuando al pasar por una calle oscura divisa a un joven tumbado en el suelo. Parecía borracho o herido. Heath detiene el coche y se baja para atenderle. Allí, delante del tipo postrado en el suelo, piensa que ese chico podría ser un sujeto potencial para sus estudios.
Lo recoge, lo lleva a una clínica y antes de despedirse le da una tarjeta con su dirección de trabajo. Le dice que se pase por su despacho, que es posible que tenga algo para él. Pocos días después el joven se encuentra en el despacho del doctor. El joven le cuenta la mala suerte que ha tenido en la vida, le dice que es homosexual y que ahora sólo siente apatía por el sexo, un aburrimiento intenso en la vida y un complejo de inferioridad al resto, depresivo, apesadumbrado… el chico termina confesándole al doctor que el suicidio rondaba por su cabeza últimamente.
Tras ese primer encuentro Heath no tuvo ninguna duda. Ese chico iba a ser el paciente B-19, el candidato perfecto para un experimento que llevaba tiempo contemplando. Tras años investigando la estimulación eléctrica del cerebro en el área septal, la cual desencadenaba sentimientos de intenso placer y excitación sexual, Heath se había preguntado si su investigación podría cambiar a un ser humano. B-19 debía ser la respuesta.
Un experimento inaudito bajo la siguiente premisa: ¿podría cambiar la orientación sexual de un hombre?
Convirtiendo a un homosexual en un heterosexual
Heath había descubierto que, además de un centro de placer, el cerebro tenía un “sistema aversivo”, algo así como un centro de castigo. Mediante la estimulación de las regiones el hombre aseguraba que podía volver a una persona temporalmente en un maníaco homicida, o bien en la persona más feliz del mundo.
Así dio comienzo el experimento destinado a transformar a B-19 en un heterosexual. Heath implantó electrodos de acero inoxidable con aislamiento de teflón de 0,007 centímetros de diámetro en la región septal del cerebro del paciente. Tres meses más tarde, una vez que B-19 había sanado completamente de la cirugía, el programa de conversión estaba listo para comenzar.
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