“Hay que aprender a leer las señales”, nos dice un Matt Dillon camino del otro mundo al final de “Drugstore Cowboy” (1989). Su papel no puede tener otro final que la muerte, aunque Van Sant sugiera una leve esperanza (“espero que me mantenga vivo” son sus últimas palabras). Y si Burroughs, con su mera presencia, atestigua la posibilidad de la supervivencia, ésta se convierte en un castigo, más que en una oportunidad de reconstrucción y libertad. El límite lo marcan esas “señales” que debemos ver e interpretar. Más allá de él, el destino impuesto por las exigencias morales exige la destrucción del que ha osado traspasarlo. Y la inevitabilidad de este hecho no conoce la eximente de la comprensión hacia unas vidas transcurridas en quién sabe qué condiciones. La policía hace su sucio trabajo, y de nada vale la lastimera compasión que surge ante la tragedia final; sólo quedan imágenes grabadas en video, o una carretera sin fin, a lo largo de la cual son posibles muchas pequeñas muertes (la narcolepsia de River Phoenix en un “My Own Private Idaho”).
El valor del cine de Gus Van Sant se halla en hacernos bien visibles las señales que dividen el cómodo mundo de los que se acogen a la protección (y a los privilegios) de la “normalidad” marcada por el orden, las relaciones y las conductas impuestas por el “establishement” a través de la ley, y el mundo marginal de aquellos que se buscan la vida en otro “orden” de cosas, no previsto por los primeros. La confluencia de ambos niveles hace estallar un sórdido conflicto en el que no hay posibilidad de solución satisfactoria para los muchachos chicanos de “Mala Noche” (1985).
El choque no es sólo cultural. El deseo físico que genera la intención de ayudar y compartir no basta para evitar la sensación de impotencia frente a la tragedia inevitable.
La realidad borra cualquier rasgo de ingenuidad o ilusión en unos adolescentes, inmigrantes ilegales, que, como animales, se sienten acosados en todo momento. Existen momentos de diversión en los que la tensión se relaja, pero el nivel de desconfianza no decrece nunca. Incluso en los más íntimos, la necesidad de soltar la rabia acaba en daño deliberado, cuando el mismo acto de penetración del mejicano a su “benefactor” gringo se convierte en una intención vejatoria.
Y, por supuesto, la muerte siempre aparece como final estremecedor, en sus dos formas propuestas por Van Sant: la liquidación directa a manos de la ley (“Mala Noche”) u otros agentes marginales (“Drugstore Cowboy”, demostrando la imposibilidad de la recuperación o reinserción social), o bien la autodestrucción lenta que conlleva ser un “outsider” permanente (el caso de Burroughs en “Drugstore Cowboy”, el de uno de los dos chicos mejicanos de “Mala Noche”, o el de River Phoenix en “My Own Private Idaho”, siguiendo una ruta interminable, de retorno imposible, al hogar perdido).
La adaptación del “Falstaff” shakesperiano (un guiño a Orson Welles) en “My Own Private Idaho” (1991) viene como anillo al dedo para este propósito: la oposición entre los personajes de River Phoenix y Keanu Reeves da como resultado la constatación de las enormes diferencias entre dos significados muy distintos de la vida y, más concretamente, de la juventud: mientras Phoenix se halla en una búsqueda constante de sí mismo, y consuela su pérdida de amor materno en el placer que obtiene a través de la prostitución, Reeves sólo busca diversión; su transgresión es sólo momentánea, considerando su juventud como una etapa de enfrentamiento contra el poder que encarna la figura del padre, cuya muerte cierra y hace emerger una personalidad completamente opuesta, ligada a ese mismo poder. Su camino por tanto termina aquí, y con él su transgresión, así como su homosexualidad.
Porque de eso se trata: la homosexualidad es el elemento que genera la unión entre los dos mundos. Los hombres de negocios, los buenos maridos y padres de familia, bajan al submundo al encuentro con chaperos cuya vida y sentimientos no parecen importarles. Tras el encuentro de una noche, el chapero vuelve a dormir en la calle, enloquece, reinicia su camino. No hay piedad: “la carretera no acaba nunca” nos dice River Phoenix al final del film, tras lo que cae desvanecido, poco antes de que el primer conductor que pase, no pare para ayudarle sino para robarle todo lo que lleva.
Para leer el articulo completo firmado por Juan Argelina y Eduardo Nabal en el blog jackerouack.blogspot.com.es, pinchad aquí.
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