Los protagonistas de las revueltas de Stonewall de 1969 recuerdan los días de lucha que dieron origen al Orgullo Gay.
Richard Segalman oyó los gritos desde su ventana: “Mi estudio de pintura estaba en Sheridan Square, justo frente al Stonewall Inn, pero yo jamás había entrado. Me daba terror que me vieran ahí”. ¿Y a quién no? El Stonewall era el tipo de bar que podía arruinarte la vida. Segalman ha vivido tanto tiempo en Nueva York que no hay vecindario donde no haya tenido un piso o un estudio de pintura. Ha cumplido 82 años pero se mantiene atlético gracias a largas caminatas en las que se pierde por la ciudad tomando fotos. Sus ojos azules y su pelo plateado contrastan con el uniforme negro típico de los artistas neoyorquinos. Solo sus vaqueros permanentemente manchados de pintura delatan su oficio.
Ese verano de 1969 tenía 30 años y comenzaba una carrera de éxito en la pintura que lo llevaría a la galería Marlborough de Nueva York, al Metropolitan Museum y al Hirschorn Gallery en Washington DC. Su técnica impresionista y su manejo de la luz eran comparadas con las del maestro Joaquín Sorolla y el icónico Edward Hopper. Alguien con el potencial de Segalman no podía permitirse que lo vieran en un bar como el Stonewall Inn. Si te arrestaban en un lugar así podías terminar en la cárcel, o sometido a un tratamiento de electrochoque o a una lobotomía para sacarte los demonios homosexuales del cuerpo. A menudo los periódicos publicaban los nombres de los arrestados y hasta su dirección, para que la comunidad los hostigara. “Cazar maricones” era el deporte nacional en Estados Unidos.
Eran tiempos en los que la vida homosexual era furtiva, en edificios abandonados, cines oscuros y baños malolientes. Nada de hotelitos románticos para los encuentros gais. Debían esconderse en los camiones que llevaban las reses a las carnicerías del Meat Packing District. Segalman prefería tener sus aventuras en Central Park, tras los arbustos. “El misterio y el peligro siempre eran parte de los encuentros y yo me terminé acostumbrando a eso, hasta el punto que ahora lo echo en falta”, cuenta con una sonrisa resignada.
A los 17 años lo pilló la policía en Central Park, y aunque no lo encarcelaron por ser menor de edad, meses después, en el servicio militar, le informaron de que le habían abierto un expediente que le perseguiría para siempre. El mundo era cruel con los gais, pero los gais también eran crueles entre sí. Muchos que podían pasar por heterosexuales huían de los amanerados como de la peste. No era una frivolidad sino un mecanismo de supervivencia: quien era capaz de manejar una doble vida temía que la presencia de un travesti le pusiera en evidencia.
Esos precisamente eran los que asistían al Stonewall Inn: jóvenes afeminados, descastados, que no tenían nada que perder. “Éramos ratas callejeras”, escribió el artista norteamericano Thomas Lanigan-Schmidt, quien aparece retratado con sus amigos en Christopher St. en la noche del motín: “Puertorriqueños, negros, blancos del sur y del norte, estaba Debby la Tortillera, y una loquita asiática que se hacía llamar Jade East. Vivíamos en hoteles baratos, edificios ruinosos y hasta en las calles. Tu hogar era donde estuviera tu corazón. A la mayoría nos habían echado de casa antes de terminar el bachillerato”. Las ratas de la calle no tenían nada, solo juventud.
El Stonewall Inn era un bar sórdido, manejado por la Mafia, donde servían licor adulterado: “Solo tenías que encontrar una botella de cerveza vacía para que el camarero creyera que ya habías pedido un trago”, recuerda Lanigan-Schmidt. “Los travestis controlaban la rockola, que tenía música de la Motown, y en la parte de atrás había una habitación con luces tenues donde a veces te dejaban bailar abrazados”, cuenta el reconocido escultor Martin Boyce, otro veterano del Stonewall que participó en la revuelta.
No era fácil dar con un lugar así en Manhattan en 1969. Amparados por una ambigua ley contra la “conducta escandalosa”, los bares se negaban a permitir que los homosexuales se congregaran y se les sirviera alcohol. Asociaciones como la Mattachine Society habían iniciado años atrás un lento recurso legal para abolir las restricciones. La inspiración vino del movimiento de Martin Luther King que organizaba “sit ins” (sentadas) en las que los afroamericanos tomaban asiento en un local de blancos para obligar a la policía a sacarlos a la fuerza. Mattachine organizó “sip ins” (sorbidas).
Para terminar de leer el interesantísimo artículo publicado por la página web revistavanityfair.es pinchad aquí.
16-08-2016 | Carlos L.
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