Muy anterior a Drácula, es la primera vampira literaria lesbiana que se debate entre sus pulsiones eróticas y amorosas. La narradora, Laura, su objeto de amor (“aprenderás el éxtasis de la crueldad, que es una forma del amor”, le murmuraba Carmilla), describe que “a veces, después de un largo período de indiferencia, mi extraña y bellísima amiga me cogía súbitamente la mano, estrechándomela con pasión. Se sonrojaba y me miraba con ojos ora lánguidos, ora de fuego. Su conducta era tan semejante a la de un enamorado, que me producía un intenso desasosiego. Deseaba evitarla, y al propio tiempo me dejaba dominar. Carmilla me cogía entre sus brazos, me miraba intensamente a los ojos, sus labios ardientes recorrían mis mejillas con mil besos y, con un susurro apenas audible, me decía: -Serás mía... debes ser mía... Tú y yo debemos ser una sola cosa, y para siempre”.
El vampiro y la vampira nacieron homoeróticos, monstruos diversos por naturaleza no bien saltaron de la superstición popular a la literatura. “Los vampiros y las vampiresas viven su placer sensual cuando se alimentan –advierte Enríquez-. Y se alimentan de sangre caliente y para obtenerla eligen la arteria del cuello. Es la muerte y el éxtasis, la cercanía y la entrega. Se alimentan de hombres y mujeres: no hacen diferencia.”
La galería de criaturas monstruosas y sensuales siempre fue vasta y ajena a las represiones, licencia que el cine aprovecha a destajo, sobre todo cuando el terror asegura la experiencia casi orgásmica del escalofrío. Los cuerpos shockeados por los temblores, las pieles erizadas y el corazón en la boca sólo pueden remitir al instante primario de la cópula bien entendida. (Salvo la saga Crepúsculo, un pastiche vampírico de monstruxs adolescentes que hacen de la abstinencia un flojo pacto de sobrevida). “Pero la más prolífica raza de vampiros fue lésbica y se multiplicó hasta ser como la segunda representación más popular del erotismo y del sexo entre mujeres en la cultura cinematográfica del siglo veinte, después del porno heterosexual, con el que comparte bastante”, escribe Diego Trerotola en su nota “Monstruosas criaturas perfumadas”, del suplemento Soy. “Porque las vampiras lésbicas, a veces, parecen moldeadas por la mirada masculina, pero su presencia perturbadora no pareciera tener la misma domesticación para la mirada machista. La hija de Drácula (1936) de Lambert Hillyer, pionera con Gloria Holden en su rol de Condesa Zaleska, vamp bisexual, que igual, reduccionismo mediante, se transformó en un ícono del lesbianismo en la pantalla.”
Enríquez enumera con pasión los fenómenos reinventados en personajes y títulos inequívocos, para abandonarse sin remilgos a la succión. “El príncipe Lestat (Entrevista con el vampiro) es una manera de reconocer la total vigencia del vampiro en una versión homoerótica del conde Drácula y de su creadora, la reina Anne Rice. En Only lovers left alive (2013), Jim Jarmusch recreó su propia historia de amor y rock con una pareja de amantes vampiros en Detroit; el sueco John Ajvide Lindqvist le dio un sacudón al género con Déjame entrar (2004), una novela de vampiros niños andróginos que habla de pedofilia, bullying y amores preadolescentes queer. El año pasado, la directora iraní-estadounidense Ana-Lily Amirpour introdujo a la primera vampira feminista en A girl walks home alone at night, con una chica en su burka negra que no perdona a maltratadores de mujeres.”
La propia Carmilla (Mircalla Karnstein, su nombre original, descendiente de una familia austríaca maldita) protagoniza tres películas de vampiras lesbianas. Dos pertenecen a la llamada “Trilogía Karnstein” de la productora Hammer Films, un par de tanques del gore porno chic. En The vampire lovers (1970) fue interpretada por la actriz polaca Ingrid Pitt, que durante las noches adoptaba la forma de gato para visitar a sus jóvenes amantes y morderlas en el pecho. En Twins of evil (1971) Carmilla aparece para convertir a su descendiente en vampiro. La tercera película es La cripta e l´incubo (1964), gótico italiano con los Karnstein protagonistas y Laura, la hija, poseída por el espíritu de Carmilla. Otra pionera del género es Domingo negro (1960), de Mario Bava, con Barbara Steele en clave de vamp esquizo, debatiéndose entre los ataques sanguinolentos y la represión que le impone un crucifijo que lleva en el pecho.
Vaya un tributo al dios mutante David Bowie, “un genio con tiempo para ser amable”, como lo definió la actriz Jennifer Connelly, su compañera en la película Laberinto, y a El ansia, de Tony Scott. Una de las mejores películas de vampiros posmodernos jamás filmada, con las actuaciones del mesías pop, Catherine Deneuve y Susan Sarandon. Para alguna crítica, Scott explotó hasta el empalago la escena lésbica que jugaron Deneuve-Sarandon. Más sesuda, la activista, escritora y académica feminista estadounidense Elaine Showalter, tradujo que El ansia “arroja vampirismo en términos bisexuales, basándose en la tradición de la vampiresa lesbiana, contemporánea y elegante, que también es inquietante en su sugerencia de que los hombres y las mujeres en la década de 1980 tienen los mismos deseos, los mismos apetitos y las mismas necesidades de poder, dinero y sexo”.
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