Caminando por una gran explanada que relucía por los rayos del Sol y bajo un cielo azul, un hombre alto y delgado que sujetaba un hermoso camello blanco iba acercándose poco a poco. Una vez situado a mi altura me miró a los ojos, y de repente los labios y la lengua del camello blanco que sujetaba besaron mi boca.
Al despertarme, abandoné el hotel para dar un paseo junto a mi amiga musulmana, la que bebe cerveza y come jamón. Situados en medio del boulevard principal del casco antiguo, parte de lo que antaño fue Mesopotamia, nos dijo que era estudiante de arameo; inmóvil por la fascinación, no quería marcharme, solamente lo miraba aseverando lo lejos que estaba de él, de su conocimiento, de su manera de sentir, de su diferencia y su misteriosa sabiduría.
Mientras una alfombra persa suspendida en el aire sujetaba un crucifijo blanco, los escorpiones negros envolvían las paredes, las ventanas y el suelo de la estancia. Todo esto se hallaba dentro de un edificio abandonado y sede de una bienal de arte contemporáneo oriental. Al sentarme para descansar sobre el pavimento empedrado de la antigua ruta de la seda, y consciente de tanta lejanía respecto a mi lugar de procedencia, Oriente Medio se me revelaba con toda su identidad mágica.
La noche comenzaba a sentirse y la temperatura bajaba. Mi amiga musulmana, la que bebe cerveza y come jamón, se encargó de reservar una mesa en la terraza de un restaurante situado en la ladera donde se suspendía la fortificación de Mardin.
Estuvo observándonos durante toda la mañana. Nuestros ojos, casi cerrados por la intensa luz, nos guiaban por inercia. Lo vimos sentado en un portal de camino al extremo más alto de la ciudad, nos siguió y se ofreció a acompañarnos. Era policía, no llevaba uniforme. Destinado en aquella ciudad, conocía el particular modo en el que convivían los diferentes cultos que coexistían. Junto a él, atravesamos patios comunitarios donde confluían edificios y casas que se superponían. En una de ellas, dentro del salón principal, nos ofrecieron agua fresca mientras nos acomodábamos sobre suaves y limpias alfombras. Quizás eran yazidies, siriacos o alevies, chiíes, sunnies, judios o cristianos católicos u ortodoxos. Nunca lo supe, sin duda, era la clara evidencia de que nos encontrábamos en una de tantas ciudades de Oriente Medio en el que un mismo cielo polivalente a todos los credos envolvía a aquellas urbes doradas que se erigían como gigantescas alhajas por el efecto de la luz sobre sus paredes de color ocre.
Durante la estancia en Dafne junto a mis amigos el andaluz y el valenciano de la Huerta del Norte, subimos en el automóvil de mi amigo el arabe de La Marina. Los caminos de tierra se sucedían unos a otros entre bosques de laureles que nos conducían hacia la cima de una montaña. La madrugada era oscura. Entramos en una gran cocina que parecía como una especie de lugar comunitario en el que los nusayries hacían uso para sus conmemoraciones y ritos. Unas estrechas escaleras de madera nos condujeron a la parte superior del edificio concluyendo en dos gigantescas terrazas que colgaban de un precipicio repletas de enormes sofás junto a las brasas incandescentes de las pipas de agua árabes.
Bajo un rojizo cielo iluminado por el fuego de los bombardeos, aquella noche fue arrebatado el placer de la brisa del Levante de Oriente. Acababa de empezar la guerra civil de Siria.
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