Si los viajes al Norte de África, paliaron el retraso emocional que mi amigo, el nieto de la Portitxolera y yo arrastrábamos desde nuestro país emocionalmente antidemocrático, fue principalmente, al hecho de poder darnos cuenta que para muchos hombres de Al Magrhib, nosotros dos, cumplíamos los requisitos para ser seducidos, y por ello, supimos reconocer lo que podría significar la autoestima emocional para dos jóvenes de 18 años, si su país de origen hubiese sido emocionalmente democrático. Por suerte, aún llegábamos a tiempo para integrarlo a nuestro crecimiento personal: lo maravilloso que era ser mariquita.
Aún recuerdo, que en uno de nuestros viajes al continente africano, mi amigo, el nieto de la Portitxolera, se llevó toda una colección de verano de Francis Montesinos, que junto a su pelo largo, las camisas y los pantalones estampados de un sinfín de colores que vibraban al viento, provocaban a los ojos de quienes lo contemplaban: admiración y felicidad. Su enorme carisma, consistía en las fluctuaciones masculinas y femeninas que albergaba una misma persona, convirtiéndola en algo mágico y genuino.
Delante del espejo, mi amigo árabe solía perfilarse los ojos con una tintura negra, que desde muy pequeño formó parte de su acicalamiento. Mi gran admiración por su heterosexualidad revisada, me hacía sentirme muy cercano a él en muchos aspectos. Una tarde, antes de emprender el viaje a las ciudades donde tenía que hacer sus recitales, y encontrándonos los dos en el baño, le pedí la tintura negra para ponérmela en los ojos. De súbito, me miró y con mucho cariño me dijo: no te pintes los ojos, tu originalidad afeminada es tan excepcional que me privarías de tener un amigo como tú.
Mi padre siempre contaba, que hacía principios de los años 60 del siglo XX, mientras estaba trabajando para las minas de Pforzheim en La Selva Negra, le llamó muchísimo la atención, el hecho, de que sus compañeros turcos con los que compartía vestuario, siempre ocultaban su cuerpo porque el vello de sus genitales lo tenían completamente rasurado.
Desde que en 1985 comenzó mi carrera artística en el mundo de la danza, cada vez que finalizábamos los ensayos o las clases de técnica coreográfica, chicos y chicas nos desnudábamos todos juntos, compartiendo duchas colectivas enormes. Décadas más tarde, el director de Las Delicias Turcas, el holandés Paul Verhoeven, introduciría en su película Starship Troopers, una escena donde militares masculinos y femeninos, finalizaban sus cometidos marciales en una misma ducha colectiva. Mi particular modo de inscribir la desnudez en mi día a día, junto a los planeamientos occidentales más liberales, se vieron confrontados a la salida de mis entrenamientos de aikido, los cuales eran dirigidos por maestros norteafricanos. Eran las 21.00 horas, y como siempre después de la clase, solo tenía un cuarto de hora para poder cambiarme de ropa e irme a la parada de metro de Herrmann Debroux en dirección al centro de Bruxelles. De ahí, que mi paso bajo el agua apenas me daba tiempo para fijarme con quien compartía espacio. En una ocasión, mientras dos centroeuropeos, padre e hijo y yo nos estábamos duchando, irrumpieron dos jóvenes morenos, altos y fuertes, que contrastaban con la desnudez de los demás, al no desprenderse de sus bañadores mientras enjabonaban y enjuagaban sus cuerpos. Mi militancia a favor de Europa en 1992, me hizo sentir con la obligación de preguntarles porque no se desnudaban como los demás, una manera indirecta de reivindicar lo que para mí era la liberación masculinista en la nueva configuración de la Comunidad Europea, donde los españoles éramos parte protagonista. Con un perfecto francés colonial me respondieron, que la tenían muy grande.
La respuesta a la no desnudez de los compañeros turcos de mi padre y a la de los estudiantes norteafricanos de mis clases de aikido, respondía al precepto musulmán que prohibía mostrar la desnudez delante de hombres y de mujeres. Lo cual, implicaba el reconocimiento de que cualquier cuerpo de hombre o de mujer excitaba a cualquier cuerpo de ambos sexos, de ahí, su prohibición de exhibir la desnudez entre los musulmanes. La evidencia de lo que tiene de obsoleto nuestra base cultural, inscribe a nuestra cultura judeo-cristiana en un cajón de sastre afectivo y sexual. Desafortunadamente el orgullo radical de ser musulmán, se regocija cuando contempla a nuestra sociedad como esquizoide y antigua, principalmente al oírnos decir: los hombres pueden ponerse desnudos unos con otros porque no pasa nada. Por ello, si realmente fuésemos consecuentes con nuestra democracia emocional, hombres y mujeres deberían de poder compartir espacios comunes, sin prejuicio de mostrar su desnudez frente a ambos sexos.
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