Una vez, junto a mi amigo árabe de La Marina del Levante y su hermano, fuimos a Dafne, un pequeño pueblo árabe ismaeilita -los nusayries-, donde sucedió la trágica historia del amor imposible entre Apolo y la ninfa Dafne.
Amigos suyos nos esperaban en un gran complejo hotelero en una ladera de los bosques de laureles de Dafne, dentro del cual, se albergaba un hammam azulado con una gran piedra de mármol gris y blanco, rodeada de picas con grifería plateada. Mientras ellos dos se reunían con el resto del grupo de amigos, un joven con un pañuelo de tonalidades en rojo y marfil que envolvía su cintura, me cogió de la mano, conduciéndome a la gran piedra de mármol. Reclinándome suavemente, mi espalda comenzaba a sentir el calor que el mármol emanaba incesantemente. Sus manos me desataron el pañuelo de mi cintura y al separarse su cuerpo del mio, oía como llenaba y vaciaba con agua los cuencos de latón, que a su vez emitían acordes metálicos entremezclados con chorros de agua. Con mis ojos cerrados, un hilo de agua se derramaba por mi frente, mis hombros y mi pecho, como si de un gran manto invisible y refrescante recubriese y acariciase todo mi cuerpo. Sus manos comenzaron a deslizarse por mi cuerpo de distintas maneras, conformando así, un arco iris táctil y sensorial, que resbalándose, dosificaba su fuerza entre fluctuaciones suaves y profundas caricias. Todo el ritual del baño era acompañado por un aliado imprescindible: el jabón de Dafne, originario de los bosques de laureles y los campos de olivos del sur de la provincias de Hatay y de Alepo. Sin apenas darme cuenta y generadas por el movimiento de una tela de algodón que previamente había sido rehogada con jabón, introdujo un elemento más, a parte de la piel de sus manos mojadas y enjabonadas: una espuma con una infinidad de micro burbujas de jabón que explosionaban al contacto con mi piel, comportándose como si millones de alfileres finísimos golpeasen tu cuerpo sin llegar a incidirse en él. Sin cubrirme con la tela roja y marfil, me ayudó a reincorporarme y me condujo desnudo junto a él a una pequeña estancia contigua a la gran sala de la piedra de mármol. De pie, y expuesto a él, sus manos comenzaron a frotarme la cabeza, los brazos, la espalda, mis nalgas, mi pecho y el vientre, mis testículos y mi pene. Aquella ceremonia lentamente comenzó a concluir con verdaderos torrentes de agua templada y cristalina que balanceaban mi estado en bipedación. Su compromiso para hacer de mí en aquellos instantes un hombre expuesto plenamente a la vida, me hizo entender la vital importancia de compartir el cariño y la sensualidad entre las personas.
En el norte de Africa cuando pedías agua en las casas, te la ofrecían en un gran tazón de arcilla con una tintura en el borde. Al beber, tus labios entraban en contacto con la sustancia impregnada, interaccionando tambien con el agua que se deslizaba por dicha tintura, arrastrando el sabor para enfatizar la sensación refrescante del agua.
Durante la sobremesa de un restaurante de Gaziantep nos sirvieron una infusión con tal impactante sabor que súbitamente lo identifiqué con el de la sustancia impregnada en el vaso beréber: tomillo mesopotámico de Anatolia.
A principios de los años 80, y antes de emprender el viaje al norte de África, mi amigo de ascendencia morisca y conversa como yo, nieto de la Portixolera de Xàbia, comenzamos a planificar el viaje junto a un amigo que regentaba un bar de alterne para heterosexuales en la antigua Al-gezira del Xuquer. Aún recuerdo cuando recién llegado de Bruxelles a casa de mis padres en aquella ciudad, mi amigo el nieto de la Portixolera me llamó por teléfono para que tomásemos café en aquel bar, donde tantas veces mi padre y sus amigos lo habían frecuentado. De hecho, cuando les dije a mi familia con 17 años que tenía novio, lo primero que hizo mi padre fué marcharse a ver al propietario del bar de alterne para preguntarle cómo debía educar a su hijo, ya que acababa de convertirse en un delincuente contra la moral pública, misma condición que el propietario del bar. Nunca hablé con él, decían que fué a Egipto y atravesó el Nilo en barco.
Recuerdo que en mi adolescencia lo veía pasearse con su pelo largo liso, sus pantalones acampanados, camisa de seda, chaleco y collar con colgante, a la vez que sujetaba a cuatro perros afganos preciosos de pelaje sedoso y largo, el cual, arrastraban por los suelos, haciendo ver como si la suciedad de la calle jamás se depositaría en ellos.
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